Hoy fue un día en que nada amable sucedió. No hubo incendios de mi piel al lado de la tuya, sino más bien la inquietante sensación de que en la vida que juntos transcurrimos uno de los dos era agua y el otro, tenaz y denso aceite. En tiempos como éstos las palabras abundan y cruzan de mi lado a tu lado sin efecto y sin rastro. De lo dicho sólo permanece el chasquido de las vocales y las consonantes, el sonido del lâtigo inútil, el aire a fieras sueltas e indomables. Múltiples argumentos van y vienen sobre el pasillo oscuro donde alguien cerró todas las puertas.
...Me aterra la idea de años sin alma; años en que el tiempo sea más importante que el hombre y la mujer dentro del tiempo. Sufro ante la posibilidad de que caiga el olvido sobre la calidez sencilla de las pequeñas felicidades cotidianas. Que se pierda en el deslumbre de la máquina la insuperable dulzura de la piel, el mínimo y perfecto cosmos transmitiendo sin mas programa que el de la sangre en las venas, el universo del amor, la furia, la soledad buscando quien la libere del silencio...
El cuerpo no reclama caricias. Se acomoda en la fuente interior. Las ciudades, los parques, las avenidas sombreadas del recuerdo o la imaginación Por allá alguien toca una música melancólica, alborotando el placer de viejos estremecimientos. La presencia del corazón, los pulmones, el hígado,las piernas procura una cierta mansa felicidad. Cuantos años para esto! Cuanto tiempo buscando lo que estaba tan cerca.
A cierta hora del día ciertos días la noción de ser hembra emerge como espuma y sube hacia los contornos de mi cuerpo.
Plexo solar, muslos , brazos se esponjan de una sensualidad que va mucho mas allá del sexo. El regocijo interno, el perfecto balance del alma y el cuerpo me pone en un aire de àguila y paloma desde el que se me otorga percibir la exacta redondez y tersura de las cosas. Desde los tobillos un efluvio circular asciende a los sentidos como si habitada por el antiguo poder de lo femenino dejara de ser yo material y limitada para transmutarme en el ala del ave que, tensando los mùsculos, vuela íngrima y absorta hacia el sol. ¿Quién dijo que soy débil? ¿Quién se atrevió a compadecerme? En esos momentos del impùdico goce de saber qué soy pienso que debería, por decoro, taparme el rostro el brillo sostenido, directo, de los ojos para que ni los hombres, ni los animales domésticos del vecindario intuyendo mi olor a pájara o semilla germinada salieran en pos de mí queriendo poseer la escencia de mi fuerza. Como toda mujer se precia de serlo cierro con un candado de llaves imposibles la secreta noción de mi poder y aparezco ante los demás sin delatarme
No importa si no es hermoso -la fealdad en el hombre puede despertar ciertos atávicos instintos femeninos – pero es esencial que el pecho sea acogedor y que los brazos ofrezcan la promesa de abrazos apretados y tiernos. Vello en el cuerpo o no, es cuestión de gustos. Personalmente los prefiero tapizados, con espacios de sombras oscuras suaves al tacto, y capaces de llenar el olfato con el olor del día a flor de piel. La cintura que se defina, por favor; que no le sobre, ni le falte, que no acuse el descuido del dueño, mas que en ciertas épocas permisibles donde unas libritas demás, son sólo testimonio de amables libaciones. Las manos son definitivas: deben saber detener la cabeza de la mujer con el celo con que el marinero escatima al viento la única lámpara de aceite en medio de la tormenta; ser ágiles como pájaros o cabras de monte, capaces de la forja del hierro, la lágrima, de esculpir los intrincados artesonados del placer. Las piernas también son importantes pero les perdonamos las torceduras, lo tosco, las imperfecciones, si al encontrarnos con la boca vemos una sonrisa en la que poder confiar y unos ojos que nos aseguren la mañana. La espalda masculina debe ser extensa como una pradera por donde puedan pasear los búfalos y los heliotropos, y es fundamental que en las caderas se alcen dos colinas inequívocas, sólidas, que se nos queden prendidas en la memoria cuando el hombre se vuelva para marcharse, alejándose en la noche. La voz que resuene con vibraciones de bajo pero que sepa modular la tensa y dulce melancolía del acordeón, lamentando el fin de la luna en la ventana. El hombre, al fin, ese mítico animal que reinventa siglo tras siglo las quimeras que pueblan las obsesiones femeninas, habrá de conservar, -perdida la absoluta hegemonía – todas aquellas cosas galantes, fuertes, acogedoras, que, a pesar de todos los pesares, lo mantienen sólidamente anclado, en el profundo, incansable mar, de las hembras.